Para algunos, la fe es una creencia, desde el punto de vista humano, puede significar algo así como “no sé”, “pienso”, “podría ser”, por ejemplo, pienso que fulano es bueno… podría ser, por qué no… pero esto nos lleva a decir que, perfectamente, lo contrario es posible, esto es, que fulano, efectivamente, podría no ser bueno… o sea, la fe así entendida, está dentro del “no saber”, la inseguridad de la razón o del conocimiento, por llamarlo de alguna manera. Es en cierto modo un no lo puedo comprobar, no lo puedo entender, es así y punto. Por supuesto, esto choca contra la mentalidad actual del conocimiento científico, choca contra la ciencia en general. Desde el punto de vista religioso, la fe como creencia sería la aceptación de una serie de verdades, apoyados en una autoridad sobrenatural, que se acepta como suprema, pero que por eso mismo no está al alcance de la razón.
Enfocarnos sólo en la fe desde el punto de vista de aquello que conocemos, nos lleva por los laberintos y malabarismos de intentar explicar cuestiones que, ya desde un inicio, decimos que no se pueden explicar, y ¿por qué no se pueden explicar? Porque no podríamos, a ciencia cierta, decir nada que pueda ser corroborable científicamente. Cuando decimos aquí científicamente, nos referimos a ese intento humano de comprender la realidad desde el ejercicio de la racionalidad.
Por este camino, ¿cómo podemos dar razones de nuestra esperanza?[1]¿Cómo hablar a las personas de nuestro tiempo del misterio que se nos ha revelado y que nos han transmitido las Apóstoles hasta nuestros días? ¿Qué les vamos a transmitir a nuestros hijos e hijas, a las generaciones emergentes? La fe es conocer, pero no sólo ni principalmente conocer.
La fe es, principalmente, un encuentro personal que abarca la totalidad de la persona, su inteligencia (conocer), su voluntad (obrar) y sus sentimientos. Entonces “yo creo” significa yo creo en ti, te creo. Creerle a alguien es conocer su intimidad. Fiarnos o no de una persona implica ese conocimiento íntimo, un cierto desvelamiento del alma, un penetrar hasta lo más recóndito de la otra persona. Para ello no basta una mirada superficial, sino que debe existir una mirada profunda. Por supuesto, uno no conoce a una persona si ésta no se deja conocer. O sea, uno no puede invadir la intimidad del otro. Este mirar del cual estamos hablando se refiere a un mirar asombrado ante el misterio de la otra persona que va desvelándose o revelándose poco a poco, en la medida en cuanto nuestra fe en ella va creciendo. Sin esta fe de la cual estamos hablando no podemos conocer la intimidad de una persona. Sin fe, por más que el otro quiera abrirse, estamos como ciegos ante su misterio[2]. La fe es, entonces, respuesta a una oferta de amor y posibilidad de participar en la vida del amado, en su pensamiento, en su manera de ser. La fe deja entonces el terreno de la sospecha y entra en el ámbito de lo personal, de lo vivificador y transformador, convirtiéndose en la forma eminente del conocimiento. La fe religiosa antes que un conocimiento de verdades que no se ven, hay que entenderla como un compromiso del hombre entero con la única Verdad, el Dios vivo que nos sale al encuentro. Este encuentro no excluye el conocimiento y la tradición doctrinal, sino que lo integra: la fe en la persona supone la fe en la palabra que dice la persona. Entendida así la fe cristiana es una experiencia y una vida, una participación de la vida del Dios que se nos da: el que cree en el Hijo tendrá la vida eterna.
(Seguimos en nuestras reflexiones a PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992; LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001; P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, San Pablo, Madrid 1990; LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teología Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992; CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA DEI VERBUM SOBRE LA DIVINA REVELACIÓN)
[1] Cf. 1Pe 3,15
[2] En el fondo, los relatos de curación de ciegos nos muestra esta dinámica de profundización en la fe, fijémonos en los relatos de Mc. En Mc 8 se hace ver la falta de fe, si se quiere, de los discípulos, que aún no han entendido del todo lo de Jesús. Fíjense, Jesús acaba de hacer la segunda multiplicación de los panes, aún así, los fariseos le piden una señal, para ponerlo a prueba dice el evangelista, y además, los discípulos están preocupados, porque sólo llevan un trozo de pan. ¡Están preocupados por los panes, habiendo experimentado recientemente no sólo una, sino DOS multiplicaciones de panes! Con razón Jesús reacciona y habla de que teniendo ojos, no ven, como si tuvieran la mente embotada. ¡Están ciegos! Inmediatamente el evangelista coloca a un ciego en escena. Esta curación tiene un dato bastante curioso, Jesús tiene que volver a repetir los gestos. Ello nos habla de una fe débil. ¿Por qué no se cura a la primera? Acaso, ¿Jesús no tiene poder? Como el evangelio nos ha venido mostrando el poder de Jesús, hay que inferir que la dificultad está en el ciego. No termina de encontrarse con Jesús. Sigue una catequesis a los discípulos que inicia en el quién dicen los hombres que soy yo, pasando por la Transfiguración como momento central, volviendo a la incredulidad de los discípulos, que no han podido expulsar el espíritu maligno del epiléptico, el padre de este muchacho que aún duda, pero en su desesperación sólo puede clamar creo, ayuda a mi poca fe; pasando por la pretensión de ser los primeros y una serie de enseñanzas de cómo debe actuar el discípulo, en el orden de la radicalidad del reinado de Dios, la dificultad del joven rico que no pudo seguirlo, la importancia del seguimientos, nuevamente quienes no han entendido nada y quieren estar uno a la derecha y otro a la izquierda, para finalmente llegar a la declaración última de la necesidad de que el Hijo del hombre de la vida en rescate de muchos. O sea, tenemos dos capítulos del evangelio donde se va profundizando la fe de los discípulos. En este contexto, aparece otro ciego, Bartimeo (Mc 10,46), a quien su fe lo ha salvado, recupera la vista al instante, sin ningún tipo de gesto (solo con la palabra), y empieza a seguirlo. Un encuentro personal con Cristo maduro. Ya no habrá ciegos.
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